En ciertas ocasiones a todos nos entra nuestra versión más literaria, y hoy es una de esas ocasiones. Espero que disfruten de este breve párrafo que escribí en un momento de respiro entre un ajetreado día. A veces escribir cuenta en lo más profundo de una línea un sentimiento, a veces escribir es una vía de escape, a veces simplemente es escribir. A mi modo de ver, lo mejor de escribir, es leer, que es todo lo que es escribir pero mucho más relajado.
No me importa admitir que me sentía
triste. Incluso llegué a llorar un par de veces. De verme allí en
mi lecho de muerte con esta carta en una mano y en la otra el gatillo
aprendí ciertas cosas sobre la vida que solo la muerte me quiso
enseñar. ¿Para qué quería entonces mis logros, mis éxitos, mis
carreras, mis trabajos? Todo por una mujer que no llegó a
aguantarme. Los niños ya me odiaban, hasta me tenían miedo. En mi
currículo aparecían mis principales ocupaciones: marido sin esposa,
padre sin hijos, abuelo sin nietos, hombre sin amor... Solo destacaba
mi verdadera vocación: pensador ocasional, actualmente en paro.
Tanto tiempo después, solo y perdido me encontré con una vieja
amiga, la soledad, pero no tenía con quien compartirla. La soledad
nunca fue mala compañera, incluso en múltiples ocasiones la recibía
con gusto, ya que la tomaba como visita fortuita y temporal. Cuando
adviertes que al desperdiciar todo lo que te quería, firmas tu
contrato vitalicio con ella, tu vida se convierte en oscuridad. Me di
cuenta entonces que lo peor del profundo silencio en el que me sumí
al terminar no era el vacío que dejaba en el lado derecho de la
cama, si no el no poder contárselo a ninguno de mis amigos, aquellos
que perdí como se pierden las cosas que al final echas de menos,
dejando de usarlas. No podía mas que escribirlo en esta carta, a
quien se lo cuenta una mano que escribe triste, cansada y sola.